La doble puerta de entrada al baño se sacudió
violentamente por la embestida de las chicas, que salían espantadas del baño de
la escuela.
Escondidas en uno de los baños, Agostina y Marthu
no podían más de la risa.
— ¡Las grabaciones de fantasmas están
buenísimas, Marthu!
— ¿Escuchaste los gritos de Flor?... No
duerme por una semana.
Salieron de su escondite, seguras de que
nadie estaría allí. La preceptora Sonia las estaba esperando con los brazos
cruzados. Las llevó directamente a Dirección, sin mediar palabra.
Por supuesto, les bajaron créditos y
soportaron un sermón más largo que una misa.
—Fue Ailén la que alcahueteó – les contó Celeste.
— ¡Esa odiosa!— dijeron a coro.
La madre de Agostina tuvo que ir a retirar el
celular. “El cuerpo del delito” yacía en un cajón del despacho de la Madre
Superiora. Cuando llegaron a casa tuvo que escuchar un sermón mucho más largo
que el anterior.
Pasaron los días y sus compañeras, que no
habían olvidado aquel incidente, les
tenían preparada una sorpresa: el cesto de papeles se movía, mientras que una
voz tenebrosa les indicaba que serían abducidas por un ovni.
—Qué tontas, por lo menos hubieran disimulado
la voz— dijo aburrida Marthu mirando a su amiga. Mientras las compañeras
descubiertas salían de uno de los baños, Agostina vio una imagen púrpura que se
reflejaba en los azulejos por sobre el ventiluz que daban al patio.
—Esto sí que es digno de aplausos— señaló
Agostina —. ¿Cómo lo reflejarán? Y se dio vuelta para preguntar. Pero no había
nadie.
El timbre llamaba a clase, pero las dos
amigas se dedicaron a buscar desde donde se reflejaba la imagen.
— ¿Quién habrá sido? – preguntó Marthu al
tiempo que subían corriendo las escaleras, pensando qué excusa inventar a la
profesora.
En el segundo recreo fueron directamente al
baño, tratando de encontrar la fuente de aquella imagen que se asemejaba a la
Madre Superiora.
—Qué fea sensación tengo— dijo Marthu a su amiga.
—Yo también, siento como que me están
vigilando— respondió Agostina.
Celeste y Luz, que las habían acompañado,
sentían la misma incomodidad.
—Es por allí que la vimos— señaló Agostina,
mientras un halo intermitente, como si fuera una respiración, empañaba el
vidrio directamente debajo del lugar donde había aparecido la figura.
Las cuatro amigas enmudecieron.
—Sacá una foto con el celu— dijo Celeste a
Agostina.
La niña capturó varias tomas. A simple vista
no veía nada, pero al ampliar, la imagen aparecía nítidamente en el celular.
Las niñas gritaron. Fue inevitable que apareciera la preceptora arrebatándole
el celular a Agostina.
Otra vez le bajaron créditos, otra vez
escuchó un sermón. Esta vez fue su padre quien debió ir a retirar el aparato.
—No vas al cumple este sábado— sentenció su
padre.
— ¡Pero paaaaaaa!
— ¡Pero nada! — y la mandó a su cuarto.
Ya solo, decidió escudriñar el contenido de
aquel aparato, el cual se arrepentía de haber comprado. Al tenerlo en sus manos
sintió una vibración, pensó que era una llamada. Un sonido como de
interferencia radial se unía a un incómodo hormigueo en sus manos. Lo soltó
asustado. Ese hormigueo se sentía como una descarga eléctrica. Trató de ser
racional.
–Esto
no está conectado a nada, no puede dar electricidad— dijo para sí. Esperó a que
el aparato terminara de vibrar y decidió conectarlo para ver con nitidez lo que
había cargado Agostina. Después de renegar buscando dónde conectarlo recordó
que el puerto USB estaba al costado del
teclado.
En la
pantalla aparecía en rojo “Se ha detectado una amenaza”
— ¡Cuándo no!— dijo furioso, cliqueando para
iniciar el escaneo.
La máquina tardaba más de lo habitual,
reiniciando el escaneo de la unidad extraíble una y otra vez. Aburrido de
esperar, se levantó para prepararse un café.
Satisfecho al ver la pantalla indicando que el
escaneo había finalizado, dejó la humeante taza de café a un lado y comenzó a
revisar las carpetas del celular: sonidos tenebrosos, temas musicales sacados
de alguna película de terror.
– ¡Ay, ay, ay! — Se lamentaba.
Llegó
a las imágenes. Otra vez aquella interferencia. El monitor parecía el de un
televisor sin señal. El celular vibraba. Un chispazo recorrió el cable de
conexión hasta penetrar al puerto USB. El padre intentó desconectar el aparato.
Sintió una descarga eléctrica y se desvaneció.
Después de un largo rato, Agostina bajó las
escaleras extrañada por tanto silencio. De espaldas, una monja saboreaba la
taza de café que su padre había dejado a un costado. El monitor encendido
dejaba verlo del otro lado de la pantalla pidiendo ayuda desesperado. La monja
se dio vuelta ante el grito aterrado de la niña. El espanto de Agostina fue
mayor al reconocer ese rostro que había visto sobre el ventiluz del baño.
—Reza diez Padrenuestros y tres Ave María por
cada travesura que has hecho en el día niña— dijo la monja, agregando: –sabroso…
¡Hace ochenta años que no tomaba un café!
La niña recordó entonces que ese rostro era
el de Sor Irene, la Madre Fundadora de su escuela. Y pensó cömo sacaría a su
padre de aquella trampa.
—Prepárame otro café, niña, con alguna
confitura— ordenó Sor Irene.
Agostina, temblando de miedo, se dirigió a la
cocina. Allí tomó la bandeja, dispuso una taza, la azucarera y un plato
cubierto con una servilleta.
—Qué delicada presentación— se alegró la monja.
Pero cuando la niña corrió la servilleta,
sacó una foto con el celular de su padre que estaba escondido debajo. Sor Irene
gritó siendo absorbida desde el aparato.
—Saque a mi padre de allí o no la libero— sentenció
la niña.
—Si yo no salgo, tu padre tampoco.
—Teniendo la computadora encendida podré ver
a mi padre. Pero si la batería del celular se agota no lo recargaré. Quedará
atrapada por siempre en un aparato apagado— Agostina no estaba segura de lo que
dijo, sin embargo tenía razón. Fuerzas electromagnéticas habían permitido el
traspaso por el hiperespacio.
Pensando que podría llegar a quedar por
siempre atrapada como en un sueño sin fin, Sor Irene decidió negociar:
—Conecta el aparato para hacer el traspaso.
—Primero mi papá— ordenó la niña.
Continuará....
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