domingo, 9 de septiembre de 2018

La casona



I
El móvil del canal 5 veía dificultada la marcha por la gran cantidad de personas que se acercaban a la antigua casa.
La periodista Lara Cuello se abrió paso entre los curiosos hasta llegar a la verja. Trató de comenzar su relato, pero una interferencia dificultaba la comunicación con los estudios. Pasó más de media hora hasta que la información pudo darse, entonces dijo:
—Estamos frente a esta antigua casa, que fue casco de estancia cuando estas tierras eran una avanzada sobre los territorios de los aborígenes. La vivienda ha permanecido cerrada desde hace unos  diez años, tras el fallecimiento de su última dueña. Los vecinos relatan que llantos y lamentos se oyen a toda hora. Tal es el miedo que muchos han dejado sus hogares aterrados.
Un corte, obligado por una nueva interferencia, permitió a la periodista encontrar más  testimonios entre los vecinos. Algunos quisieron hacerlo con la condición de que no salieran por cámara.
La doctora Perrone, cuyo domicilio linda con la casona, pudo describir que aquellos gritos eran tan desgarradores como los que propina una persona que ha sufrido un terrible accidente.
—Parece la guardia del hospital cuando llegan los heridos— afirmó.
Otro vecino, un  abogado de nombre Diego Álvarez, afirmó que, si se trataba de una broma de mal gusto, demandaría a los responsables.
Una anciana, que se negó a dar su nombre, aseguró que la casa estaba invadida por espíritus.
 —Seguramente gritan porque no pueden salir de ahí— dijo la mujer.
Retomada la comunicación la periodista relató los dichos de la gente,  al tiempo que llegaba un móvil policial.
—Oficial,  ¿qué puede decirnos de lo que sucede aquí? — preguntó Lara Cuello.
—Llegamos con una orden del juez para inspeccionar la vivienda. Permítanos trabajar y luego daremos información— contestó secamente el oficial Rodríguez, que ya conocía a la periodista por su manera inquisitiva de tratar los temas.
Cercada la vivienda e instados, periodistas y curiosos, a guardar distancia, no les quedó más remedio que esperar.
 La noche invernal calaba los huesos. La doctora  Perrone acercó un café a la periodista, diciéndole que unos niños tenían algo interesante para contarle, pero que temían acercarse a la casa. La periodista, movida por la curiosidad, dejó su guardia y caminó hasta el final de la  cuadra hacia la casa de los niños.
Temerosos, Diego y  Ezequiel, relataron que una familia había violado la puerta del fondo para instalarse allí, haría unos quince días.
— ¿Por qué no se lo dijeron a la policía?  —preguntó Lara Cuello.
—Es que nuestro amigo Juan fue por los fondos, para espiar, y nunca más lo vimos — fue la respuesta del mayor.
— ¿Cómo que nunca más lo vieron?, ¿de dónde es el chico?, ¿la familia qué hizo? —las preguntas salían a borbotones de la boca de la periodista.
—El chico no es del barrio. Mis sobrinos me cuentan que este pibe venía hacía unos días para estos lados,  para jugar en la cancha—  explicó Enrique, el tío de los niños—.  Me avisaron a mí. Di testimonio a la policía, pero cuando llegaron vieron que la casa no estaba violentada por ningún lado y se fueron reprochándome que tenían cosas importantes que hacer.
—Así que no dijimos nada más porque no nos creían— intervino Ezequiel.
—No entiendo — expresó Lara Cuello–. ¿La familia estaba dentro cuando llegó la policía?
—La policía no vio a nadie y no encontró ninguna puerta forzada– dijo Diego.
—Pero nosotros los vimos en los fondos de la casa—  agregó Ezequiel –. Vimos como entraban y cuando Juan se trepó para ver qué hacían cayó para el otro lado y no lo vimos más.
La doctora Perrone explicó que un hombre, con un perro rastreador, buscaba desesperadamente a su nieto. El rastro terminó en los fondos de la vieja casona.
 –El hombre llevaba una foto del niño, del cual dijo que se llamaba Ignacio.
 — Dos días atrás una mujer llamaba puerta por puerta preguntando por una niña— comentó el tío Enrique—.La vecina le dijo que la vio entrar a la casona.
Lara Cuello estaba decidida: entraría a ese lugar. Esa sería su nota consagratoria. Solo debía esperar que se dispersara la gente. No sería difícil, a lo sumo quedaría algún policía de guardia por el frente. La doctora Perrone pareció adivinar las intenciones de la periodista.
—Tenemos una manera de llegar hasta allí sin ser vistas— dijo, y la hizo pasar a su casa. Desde los fondos, las ligustrinas que dividían los terrenos permitían un paso por el cerco de madera dañado por el tiempo.
Tirando de su cabello, que quedó enmarañado en las ramas, la periodista se detuvo a observar desde un frondoso árbol en los fondos de aquella casona. Detrás de ella iban la doctora y el tío de aquellos dos niños, los cuales no se atrevieron a pasar más allá del cerco de ligustrinas.
Un grito lastimero los paralizó. La periodista quiso avanzar, pero la doctora Perrone la tomó del brazo impidiéndoselo. Cuando se dio vuelta para zafarse asistió al más macabro espectáculo que pudo  haberse visto: los niños, que no se habían movido del cerco, eran dos sacos de piel, desprovistos de todo contenido. El tío, aterrado, sufrió un desmayo. Lara y la doctora estaban petrificadas por el temor, cuando se escucha claramente que, desde dentro, estaban  echando llave al cerrojo.
Entre tartamudeos y llantos la periodista decide telefonear al inspector Rodríguez.  Al escuchar sus dichos, este  le aconsejó ver a un médico. Él le aseguró que había estado en el interior de la casa y que no había visto nada extraño. La periodista rogó  y el inspector accedió, pensando que debería llevar un chaleco de fuerza y llevarla a un manicomio.
El inspector estuvo allí en unos minutos. La coincidencia en el relato de ambas mujeres y el estupor en la mirada aterrada del tío de los niños le  hicieron suponer que habían sufrido alguna especie de psicosis.
 

II
El inspector pidió calma y se encaminó hacia los fondos de la casona. Detrás de él iba Lara Cuello que, a pesar de sus temores, no quería perder la exclusividad de la nota. Sigilosamente se dirigieron a la puerta. Tenía rota la faja de seguridad, puesta por el mismo hacía unas horas.  Giró  el picaporte, pero la puerta estaba cerrada con llave. Todo era oscuridad y silencio, sin embargo, se podía sentir la calidez que salía desde dentro, como si tuvieran un hogar encendido. El inspector Rodríguez decidió trepar por una enredadera hasta el piso superior, desde allí, podría penetrar por una ventana rota. La periodista lo siguió, lastimándose las manos con las ramas resecas. Ya en el balcón, penetraron por la desvencijada ventana. Se alumbraron con la linterna del celular de Lara. La habitación, en perfecto orden, guardaba una colección de muñecas, tan perfectas y cuidadas que no se correspondían a una vivienda deshabitada.
— ¿Cómo puede ser?— se preguntó el inspector Rodríguez –. Hoy no había más que telas de araña…
Lara acercó el celular para poder ver mejor aquellas figuras: las miradas de terror  no se correspondían a las de juguetes. Tras sus espaldas, el chillido de la vieja puerta los hizo girar aterrados.
Una  anciana, alumbrada con  una vela abría la puerta al tiempo que decía:
—Han invadido mi espacio, ya no podrán salir de aquí.
El inspector Rodríguez hizo ademán de sacar su arma, pero quedó paralizado, mientras que sus fluidos corporales discurrían por sus pies, quedando su piel como un saco desvencijado. Lara estaba inmovilizada. La anciana tomó sus manos ensangrentadas y bebió, gota a gota, toda su sangre.
—Lo que me estaba haciendo falta— dijo la vieja, mientras se relamía –, sangre de una mujer joven.
 En unos quince minutos  la piel arrugada de aquella vieja comenzó a resquebrajarse, al tiempo que se retorcía, como lo hace una serpiente para despojarse de su cuero. Un nuevo cuerpo, con los rasgos de Lara, emergió de entre las lonjas de piel añeja. Salió por la puerta del frente y paró un taxi, pensando que, con esta nueva identidad,  debería aprender a manejar.
La doctora Perrone se asomó por el frente cuando escuchó frenar un vehículo, corrió tras él al ver subir a la periodista. El taxi se perdió en la noche. La puerta abierta de la vieja casona dejaba ver un costal  vacío. La doctora reconoció el cuerpo del inspector entre los restos de piel. Sus gritos de terror invadieron la noche.
Continuará....
 

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