I
El
colectivo quedó semivacío cuando bajaron los pibes. Se apuran por dejar sus
mochilas para salir, tras la merienda, a la calle que se llena de chicos y
chicas de todas las edades. Es que el barrio no tiene plaza ni club, viéndose
los niños obligados a improvisar en las veredas sus juegos y a utilizar la
calle como cancha de fútbol.
Esa
tarde invernal estaba particularmente fría y los pibes estaban tristes porque
el tucumano les había confiscado su tercera pelota (pelota que traspasaba la
reja, pelota que no era devuelta). Algunos volvieron a sus casas, Julián, su
primo Leo y Matías no se resignaban a dejar de jugar un
“veinticinco”. Se sentaron en el cordón de la vereda a masticar su rabia,
ninguno hablaba, los tres, con la cabeza gacha y los codos sobre las rodillas
permanecieron así un buen tiempo.
De
pronto, el inconfundible rebote de una pelota hizo vibrar sus corazones.
— ¿De dónde
la sacaste?— preguntó Julián emocionado.
—Me la
regaló mi tío— contestó feliz Ema, al tiempo que mostraba su destreza haciendo
jueguitos.
—Vamos
a la canchita del viejo, ¡a ver si el tucumano nos la quita!— dijeron al
unísono.
Caminaron
las tres cuadras hasta la canchita. No se asombraron al ver una montaña de tierra, allí siempre
podían encontrarse muchas cosas que eran arrojadas por ser ese lugar
deshabitado.
Traspasaron
el alambrado por el hueco que habían hecho los cartoneros que llevaban a pastar
a sus caballos. Felices, hicieron algunos pases. Se les sumaron Juan y Carlitos
que los habían visto pasar con la redonda.
—Juguemos
un veinticinco— y comenzaron a marcar al tiempo que la luz iba dejando paso a
la neblina.
— ¡Qué
patada!— exclamó Julián.
— ¿Dónde
cayó?— se preguntaron los demás preocupados.
—Se fue
atrás de la montaña de tierra, buscala— ordenó Leo.
Carlitos
no tuvo más remedio que ir. Subió por la montaña para no pasar entre los largos
pastizales que había a ambos lados. La tierra sin asentar se hundía a cada paso
suyo, hasta que desapareció de la mirada de sus compañeros. Esperaron unos
minutos y comenzaron a impacientarse.
— ¡Dale,
Carlitos!
— ¡Che,
apurate!
No hubo
respuesta. Los amigos subieron en su busca, del otro lado solo estaba la
pelota. Ninguno se preocupó, estaban acostumbrados a que Carlitos desapareciera
de golpe, un solo chiflido de su padre y él sabía que debía retornar a casa.
Tomaron
la pelota y decidieron que estaba muy oscuro para quedarse allí.
II
Había
pasado un mes y nada se sabía de Carlitos.
Los
chicos habían dejado de ir a la cancha del viejo, un poco por temor, otro poco
porque se sentían culpables por no haber avisado inmediatamente la desaparición
de su amigo.
Esa
tarde el frío era intenso, la lluvia del mediodía había provocado que muchos de
los niños faltaran a clase. Julián y Ema viajaban cómodamente sentados debido a
esa circunstancia. En el asiento posterior dos ancianos, uno alto, grande, de
cabellos y barba canos, el otro pequeñito y doblado por el tiempo, conversaban
sobre un caso similar al de Carlitos que había sucedido cuando eran pequeños: los
niños escucharon que aquellos terrenos eran todo campo, con cañaverales que
salpicaban el paisaje. En el predio vivía un viejo huraño que no dejaba
acercarse a la gente. Sesenta años atrás, una tarde fría y neblinosa, el
anciano de barba blanca jugaba en ese lugar con dos amigos. Sucedió entonces
que la pelota de trapo fue a caer sobre el techo de la casucha del viejo.
—El que
la tira la busca— dijeron al amigo, quien decidió treparse por los fondos para
no ser visto. Esa fue la última vez que lo vieron. El viejo también desapareció
y nunca más supieron de él.
Desde
aquel entonces, aquel lugar fue conocido como “La canchita del viejo”.
El
anciano pequeñito contó que por el año ´58 una familia se instaló allí,
abandonando el lugar tras la desaparición de su hija, la que sucedió una tarde
fría y neblinosa mientras la niña jugaba al pie de un nogal.
—Hace
unos quince años también desapareció un pibe— afirmó el anciano de barba blanca—.
Siempre pasa en tardes frías y neblinosas.
Los
niños bajaron del colectivo en silencio y asustados ¿Qué habría pasado con
aquellos niños desaparecidos?, ¿El anciano tendría algo que ver?
III
Como si
se hubieran comunicado telepáticamente, Julián y Ema dejaron sus guardapolvos y
sus mochilas y, sin mediar palabra, caminaron juntos hasta la canchita del
viejo.
La
montaña de tierra ya no estaba. La lluvia había formado barrosos charcos en las
huellas que los tractores habían dejado tras la remoción. El agua comenzó a
filtrarse por uno de ellos. Los niños podían escuchar cómo se escurría hacia un
hueco. Intrigados con la velocidad con la que el líquido desaparecía, no se
dieron cuenta de la espesa niebla que los envolvía. Al percatarse, temerosos,
se abrazaron. El suelo cedió a sus pies y cayeron unos metros como por un tubo,
que se cerró cuando tocaron fondo.
Aquello
era una gran cueva alumbrada con antorchas, las paredes de piedra tenían
motivos aborígenes. Una niña, que trabajaba un telar, los miró compasiva. Un
pibe muy parecido al papá de Matías (¿Sería el mismo que había desaparecido
años atrás?) se apenó al verlos. Saliendo de un pasillo corrió a abrazarlos
Carlitos.
— ¿Dónde
estamos?, ¿qué pasó?— preguntaron angustiados los niños, al tiempo que
divisaban al final del pasillo a un anciano que, sentado sobre una manta,
efectuaba algún extraño rito: dentro de un círculo de piedras de colores este
hombre colocaba plumas de distintos
tamaños, luego sacó de una alforja un polvo que, al verterse sobre las
plumas, creó un denso vapor. El anciano comenzó a elevarse en él, quedando
suspendido a un metro del suelo, al tiempo que emitía un canto en un idioma
extraño.
—Hace
muchos años, cuando esto era tierra de indios, ese anciano era un brujo. El
ejército invadió estas tierras, mató a muchos de los suyos y se llevó a sus
hijos— contó Carlitos —. Él, en esos
momentos, no estaba había salido a buscar yuyos y animales con los que preparar
sus pócimas. Cuando regresó juró que recuperaría a sus hijos. Jamás los
encontró.
— ¿Y
entonces?— preguntó Ema.
—Entonces
fue que decidió crear este mundo subterráneo donde no llegara el hombre blanco
y pudiera tener por siempre a sus niños.
— ¡Pero
si nunca los encontró!
—Para
él, sus niños somos nosotros.
Pintura de la artista Mónica Maurelli en ocasión de la
edición del
cuento.
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