domingo, 9 de septiembre de 2018

La canchita del viejo


I
El colectivo quedó semivacío cuando bajaron los pibes. Se apuran por dejar sus mochilas para salir, tras la merienda, a la calle que se llena de chicos y chicas de todas las edades. Es que el barrio no tiene plaza ni club, viéndose los niños obligados a improvisar en las veredas sus juegos y a utilizar la calle como cancha de fútbol.
Esa tarde invernal estaba particularmente fría y los pibes estaban tristes porque el tucumano les había confiscado su tercera pelota (pelota que traspasaba la reja, pelota que no era devuelta). Algunos volvieron a sus casas, Julián, su primo  Leo y  Matías no se resignaban a dejar de jugar un “veinticinco”. Se sentaron en el cordón de la vereda a masticar su rabia, ninguno hablaba, los tres, con la cabeza gacha y los codos sobre las rodillas permanecieron así un buen tiempo.
De pronto, el inconfundible rebote de una pelota hizo vibrar sus corazones.
— ¿De dónde la sacaste?— preguntó Julián emocionado.
—Me la regaló mi tío— contestó feliz Ema, al tiempo que mostraba su destreza haciendo jueguitos.
—Vamos a la canchita del viejo, ¡a ver si el tucumano nos la quita!— dijeron al unísono.
Caminaron las tres cuadras hasta la canchita. No se asombraron  al ver una montaña de tierra, allí siempre podían encontrarse muchas cosas que eran arrojadas por ser ese lugar deshabitado.
Traspasaron el alambrado por el hueco que habían hecho los cartoneros que llevaban a pastar a sus caballos. Felices, hicieron algunos pases. Se les sumaron Juan y Carlitos que los habían visto pasar con la redonda.
—Juguemos un veinticinco— y comenzaron a marcar al tiempo que la luz iba dejando paso a la neblina.
— ¡Qué patada!— exclamó Julián.
— ¿Dónde cayó?— se preguntaron los demás preocupados.
—Se fue atrás de la montaña de tierra, buscala— ordenó Leo.
Carlitos no tuvo más remedio que ir. Subió por la montaña para no pasar entre los largos pastizales que había a ambos lados. La tierra sin asentar se hundía a cada paso suyo, hasta que desapareció de la mirada de sus compañeros. Esperaron unos minutos y comenzaron a impacientarse.
— ¡Dale, Carlitos!
— ¡Che, apurate!
No hubo respuesta. Los amigos subieron en su busca, del otro lado solo estaba la pelota. Ninguno se preocupó, estaban acostumbrados a que Carlitos desapareciera de golpe, un solo chiflido de su padre y él sabía que debía retornar a casa.
Tomaron la pelota y decidieron que estaba muy oscuro para quedarse allí.
II
Había pasado un mes y nada se sabía de Carlitos.
Los chicos habían dejado de ir a la cancha del viejo, un poco por temor, otro poco porque se sentían culpables por no haber avisado inmediatamente la desaparición de su amigo.
Esa tarde el frío era intenso, la lluvia del mediodía había provocado que muchos de los niños faltaran a clase. Julián y Ema viajaban cómodamente sentados debido a esa circunstancia. En el asiento posterior dos ancianos, uno alto, grande, de cabellos y barba canos, el otro pequeñito y doblado por el tiempo, conversaban sobre un caso similar al de Carlitos que había sucedido cuando eran pequeños: los niños escucharon que aquellos terrenos eran todo campo, con cañaverales que salpicaban el paisaje. En el predio vivía un viejo huraño que no dejaba acercarse a la gente. Sesenta años atrás, una tarde fría y neblinosa, el anciano de barba blanca jugaba en ese lugar con dos amigos. Sucedió entonces que la pelota de trapo fue a caer sobre el techo de la casucha del viejo.
—El que la tira la busca— dijeron al amigo, quien decidió treparse por los fondos para no ser visto. Esa fue la última vez que lo vieron. El viejo también desapareció y nunca más supieron de él.
Desde aquel entonces, aquel lugar fue conocido como “La canchita del viejo”.
El anciano pequeñito contó que por el año ´58 una familia se instaló allí, abandonando el lugar tras la desaparición de su hija, la que sucedió una tarde fría y neblinosa mientras la niña jugaba al pie de un nogal.
—Hace unos quince años también desapareció un pibe— afirmó el anciano de barba blanca—. Siempre pasa en tardes frías y neblinosas.
Los niños bajaron del colectivo en silencio y asustados ¿Qué habría pasado con aquellos niños desaparecidos?, ¿El anciano tendría algo que ver?
III
Como si se hubieran comunicado telepáticamente, Julián y Ema dejaron sus guardapolvos y sus mochilas y, sin mediar palabra, caminaron juntos hasta la canchita del viejo.
La montaña de tierra ya no estaba. La lluvia había formado barrosos charcos en las huellas que los tractores habían dejado tras la remoción. El agua comenzó a filtrarse por uno de ellos. Los niños podían escuchar cómo se escurría hacia un hueco. Intrigados con la velocidad con la que el líquido desaparecía, no se dieron cuenta de la espesa niebla que los envolvía. Al percatarse, temerosos, se abrazaron. El suelo cedió a sus pies y cayeron unos metros como por un tubo, que se cerró cuando tocaron fondo.
Aquello era una gran cueva alumbrada con antorchas, las paredes de piedra tenían motivos aborígenes. Una niña, que trabajaba un telar, los miró compasiva. Un pibe muy parecido al papá de Matías (¿Sería el mismo que había desaparecido años atrás?) se apenó al verlos. Saliendo de un pasillo corrió a abrazarlos Carlitos.
— ¿Dónde estamos?, ¿qué pasó?— preguntaron angustiados los niños, al tiempo que divisaban al final del pasillo a un anciano que, sentado sobre una manta, efectuaba algún extraño rito: dentro de un círculo de piedras de colores este hombre colocaba plumas de distintos  tamaños, luego sacó de una alforja un polvo que, al verterse sobre las plumas, creó un denso vapor. El anciano comenzó a elevarse en él, quedando suspendido a un metro del suelo, al tiempo que emitía un canto en un idioma extraño.
—Hace muchos años, cuando esto era tierra de indios, ese anciano era un brujo. El ejército invadió estas tierras, mató a muchos de los suyos y se llevó a sus hijos— contó Carlitos —.  Él, en esos momentos, no estaba había salido a buscar yuyos y animales con los que preparar sus pócimas. Cuando regresó juró que recuperaría a sus hijos. Jamás los encontró.
— ¿Y entonces?— preguntó Ema.
—Entonces fue que decidió crear este mundo subterráneo donde no llegara el hombre blanco y pudiera tener por siempre a sus niños.
— ¡Pero si nunca los encontró!
—Para él, sus niños somos nosotros.




Pintura de la artista Mónica Maurelli en ocasión de la edición del
 cuento.

































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