Los últimos rayos de sol,
que iluminaban la sala de espera, se ocultaban abruptamente dejando en el
ambiente una luz mortecina. El rincón de juegos para los pequeños pacientes se
desdibujaba a la sombra de una mampara. Allí, un niño de unos diez años jugaba
con bloques armando un castillo, sin inmutarse ante la penumbra.
Juan subía las escaleras
con sus hijos Lucio y Matías. Una señora, visiblemente alterada, casi los hace
caer corriendo hacia abajo.
—Señora, ¿qué le pasa?—
inquirió Juan enojado.
—Mi pequeño, mi pequeño
no está— contestó desgarrada la mujer.
Las personas que allí
estaban salieron de los consultorios alarmadas por los gritos. Compadecido,
Juan se ofreció a ayudarla, indicando a sus hijos que permanezcan en el rincón
de juegos. Mientras bajaba con la señora trataba de calmarla:
—Seguro que bajó hasta
el jardín, o se encuentra toqueteando los botones de la máquina de café.
Temblando y llorosa, la
mujer le contestó que ya había estado en la planta baja buscando al niño.
—Sabe que los pequeños
juegan a ocultarse, veremos nuevamente, no puede haber ido lejos. Recuerde que
la puerta de entrada está controlada por el personal de seguridad.
La mujer, esperanzada,
asintió una nueva búsqueda. Tras ellos iba el pequeño Matías, asustado con la
sola idea de estar en la penumbra de aquel lugar.
Mientras tanto, médicos
y pacientes retornaban a los consultorios criticando el descuido de la señora.
Ajeno a lo que ocurría,
el niño que armaba el castillo extendió sus manos con bloques hacia Lucio, en
una clara invitación a jugar. Ante la soledad de la sala de espera y la ausencia
de murmullos desde la planta baja, Lucio decidió que sería mejor quedarse con
su ocasional amigo.
Se sentó sobre la
alfombra y comenzó a juntar bloques con la idea
de completar los muros de un castillo a medio armar. El niño que estaba
allí comenzó a levantar bloques en torno a Lucio, que se divirtió con la idea de quedar
“amurallado”. Juntos levantaron las
paredes hasta que la construcción llegó a la altura de su mentón.
Lucio comenzó a sentirse
mareado
–Me parece que la fragancia que ponen acá me
da alergia— dijo para sí, al aspirar el extraño perfume que invadía el
ambiente. Un zumbido comenzó a perturbarlo hasta hacer imperceptible la música
funcional. Trató de fijar la vista, pero la imagen del otro niño parecía
alejarse, a la vez que sentía un vértigo, una aceleración creciente. Un frío
helado recorrió su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza. Quiso correr, pero
parecía sellado al piso, quiso gritar, más su boca no emitía sonido. El frío se
convirtió en un calor insoportable, sentía como si cada célula de su cuerpo se
friccionara, como si atravesara una senda en llamas. Se desmayó…
Se sintió sumergido como
en pastos altos y bañado en un sudor caliente. Casi ahogado, quiso abrir los
ojos. El calor iba cediendo, pero le era imposible elevar los párpados.
Las fuertes vibraciones
del piso de madera le hicieron sentir que un gigante pasaba a su lado. Se
sacudió con las voces de los pacientes que se despedían de uno de los médicos.
Sonaban como salidas de un altoparlante.
Continuará....
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